Me miro al espejo una vez más. Alzo los brazos, arqueo las cejas, vuelvo a ponerle muecas a esa payasa que tengo delante. Nos reímos un rato juntas por lo escotado de la blusa que nos regaló la abuela.
Me pruebo una de mis camisas, ya van cuatro cambios de ropa en media hora. Gana la camisa nueva, esa del grupo de moda de hace 20 años, negra por supuesto. Saco el collar de púa que conseguí en el concierto. Ahora sí.
Doy una vuelta, me miro el culo... Me empiezan a quedar grandes estos vaqueros. Mi cinturón de calaveras y arreglado.
Abro otra vez el armario (ironías de la vida), busco ese sombrero de rayas y por el camino alcanzo las converse. Me las ato con mis nuevos cordones de arcoíris, me pongo la mochila de Shane que me hizo a mano mi niña y le guiño el ojo por última vez al pivón del espejo. Cariño, estás hecha una bollera.
Salgo de la habitación más feliz que nunca y veo a mi madre en el salón, leyendo, como siempre.
- Adiós mami, voy ya a la estación, vuelvo en unos días.
- Pásalo bien en Madrid, cielo. ¡Ah! Y cuidaros San y tú, no estéis mucho de fiesta.
- Tranquila que yo la cuido.
- ¡Qué orgullo de hija! Disfrutad mucho de vuestra fiesta.
- Gracias mamá, te quiero.
- Y yo a ti, muchísimo más.