martes, 5 de noviembre de 2019

Alegato - Sin Editar


Es cierto señoría, ya no quedaban piedras en mi acera, no sé cuándo pasó, las usaban los niños para hacer sus torres y escondites. 

El techo del palacio parece haberse derrumbado, lo admito, fue el peso de los escombros. 

Quizá alguna piedra sí tiramos, quizá entre grito de auxilio y llamadas de socorro se nos escaparan un par de chinas, de esas que nos molestan siempre al caminar encorvados hacia nuestras prisiones selectivas de ocho horas diarias (como mínimo). 

Lo asumo, magistrado, yo estaba allí día a día viendo como crecía su montaña, como se resquebrajaban los cimientos... Tal vez no oyeran mis avisos, puede que no quisieran escucharme o hicieran ver que no entendían mi acento... Ya ve usted, ¿qué tanto se diferenciará del suyo? si sus niños han jugado con los míos en el parque, y ni problema tuvieron para compartir los juguetes. 

Pero eso fue antes, cuando Emma iba a recogerlos y el pequeño Juancho gritaba "mamá" a los cuatro vientos y se sacudía la tierra antes de despedirse de Carlos. Antes de que el señor Santiago nos viera en la acera de enfrente abrazando a nuestro precioso príncipe, todo engalanado con collares y con su vestido favorito, ilusionado por su cumpleaños. 

No quiero pensar mal del caballero, ilustrísima, pero fue desde entonces que Carlos ya no pisa el mismo parque, ni puede volver a abrazar a su Juancho, jugando a las cocinitas en la arena bajo el tobogán. 



Me admitiría culpable si de dejarles ser felices se me acusara. Incluso si me dijera que por mí son menos "machos" y perdieron agresividad. Firmaría mi sentencia ya mismo si se debatiera quién les dejó el maquillaje para decorarse las mejillas... 

Pero, señor juez, no puedo culparme de lo ocurrido con el pequeño Carlos y el señor Santiago. Desconozco los motivos que llevaron al pequeño a hacer aquello, pero creo saberlos bien, y no los encontrarán entre mis paredes. 

Siento que el palacio cayera y se quedase destrozado aquel despacho tan gris, de rojo oscuro y pequeños brillos dorados... Pero perder lo que significaba; ver al niño trotar feliz por la acera hacia mi puerta, sabiendo que lo recibiríamos con los brazos abiertos; escuchar cómo relata contento que su padre ya no lo separará de nosotras, porque se ha cansado de dejar la piedra en su tejado y ya movió ficha; volver a cocinar todos juntos después de tantos años sin verlo y hablar de la chica que le gusta y sus rizos alocados y ver cómo le han sentado los 12 años que tantos enredos le han hecho a mi niño... No, señoría, eso jamás lo sentiré, desmentiré, ni dejaré de valorarle ante nadie que pregunte. 

Entiendo que el señor se enfade al ver que su hijo renuncia a lo que ha querido imponerle... Pero el juicio ha de cambiar de inmediato si pretende recuperar el tiempo perdido.

Así que me dirijo a usted, señor Santiago, ha ignorado muchas veces sus llamadas, pero aún queda una piedra en su tejado... Sé que Carlos estará feliz de explicarle lo que siente, si se para a escucharlo y deja de ponerle etiquetas despreciables a sus sueños... Porque le diré una cosa, si no cesa en su empeño, no dude que le ayudaremos a pegar todas y cada una de ellas, hasta formar unas preciosas alas que lo saquen lejos de su nido con efecto inmediato. 

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