Nunca
tuve tanto que agradecerle
hasta
que lo vi ahí parado,
en
el mismo lugar de siempre,
perfectamente
tranquilo,
impasible
e impoluto.
Como
si el paso de los años
no
le hubiese afectado,
como
si nadie lo hubiese tocado
desde
aquel día,
como…
como
si realmente
hubiese
decidido quedarse a esperarme,
por
si necesitaba su ayuda..
Siempre
lo detesté, bien lo sabe,
lo
odié desde el primer día
que
lo vi entrar por la puerta,
de
tu mano.
Y
empiezo a creer que quizás
por
eso sigue ahí quieto,
mirándome,
como
si me desafiara a seguir odiándolo
después
de haberse quedado,
como
diciendo “soy el único
que
puede ayudarte”
y,
joder, ¡qué razón tiene!
Aunque
odie admitirlo,
es
el único que recuerda tu colonia,
el
tacto de tu piel
o
el olor exacto de tu pelo mojado…
Es
el único que conserva tu aliento,
y,
en cualquier otro momento
le
odiaría por ello,
pero
no hoy,
hoy
me
da igual por qué sigue aquí
o
en qué momento llegó hasta mi casa,
me
da igual que pique, que raspe
o
que no pegue con mis ojos llorosos,
hoy
le
debo tu último y más cálido abrazo,
tu
mejor
e
insuperable
obsequio.