Se apagó la luz y ella emergió de entre los árboles, como si
la música de aquella naturaleza fuera el único grito de guerra que pudiera
convocarla.
Menguó la luna y salí de mi cueva, sólo a verla, como cada
noche, esperando el día en el decida no salir.
Conté estrellas sin constelación y perseguí el último de los
meteoritos. Vi cómo el cielo perdía el último brillo ante el resplandeciente
regreso del sol y aparté la vista.
De nuevo en mi cueva cerré los ojos, aullé en silencio y volví
al duermevela de quien persigue un sueño que sabe que algún día se asomará en
la noche a escuchar la voz del bosque cuando le quitan la mordaza.
Y como cada noche, lobo y libélula contemplaron el mismo
amanecer, unidos sólo por el canto de esa luna que se atrevió a dar le brillo de
sus alas a unos ojos cálidos, en un vano intento de unir a las dos especies más
irreales de este lado del planeta.
“Están hechos de la
misma materia, el problema es que no lo saben”…
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Ahora me toca leerte a mí, soy todo... ojos, supongo: