En un rincón apoyé el escudo,
dejé caer la espada en el opuesto,
y así, despojado de armas y armadura,
me lancé a la batalla sabiéndome ya muerto.
El rival no me era desconocido,
más que la guerra, aquello parecía un déjà vu,
pero cuando el acero de su espada me atravesó el pecho
supe que esta vez, uno de los dos habría de salir en ataúd.
Me levanté sin prisas
con las pocas fuerzas que me quedaban,
y fue entonces cuando miré a mi enemigo por primera vez,
¡cuán grande fue mi sorpresa al reconocerme en su cara!
Había salido a luchar contra el Mismísimo,
aquel contra el que nadie antes había vencido,
me habían metido el miedo en el cuerpo
y resulta que el guerrero no era otro que yo mismo.
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Ahora me toca leerte a mí, soy todo... ojos, supongo: