La tarde del artista se tiñó de
trazos
y pintó el lienzo sin intención
alguna.
Él pensaba en su café, en los despertares
que pasó sentado en la terraza,
con una taza caliente entre las
manos…
(Pero eso fue antes de ser artista,
cuando soñaba con crecer y ser
pintor.
“¡Serás el mejor!” decían)
Y en una paleta rebosante de
tonos
encontraron sus manos el café
y pintaron solas mientras él
soñaba.
Acabada la obra, quedó perplejo,
¡ahí estaba!
Acababa de pintar su juventud,
a perpetuidad en el tiempo – como decía su abuelo – ;
una mente soñadora y dos pinceles
(el corazón uno, la cordura el
otro),
un café como el de casa, con
sabor a hogar
(no como ese brebaje que dan en
el trabajo)
y de fondo un lienzo en blanco,
tan infinito como el futuro,
tan impreciso como el presente…
Llegó el momento de titular la obra
y, por primera vez, lo tuvo
claro:
“Ese café de mil colores”.
Dejó la bata en su sitio, recogió
las pinturas
y añoró el paso del tiempo
que no miden los relojes…
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Ahora me toca leerte a mí, soy todo... ojos, supongo: